EL PESO DEL DINERO
DESCONTENTO CON LA DEMOCRACIA (4), Manuel Aguilera Gómez
¿Cuáles son circunstancias y condiciones para ejercer el gobierno? Sin duda, son muy útiles las revelaciones de Miguel Alemán Velazco, –hijo de un presidente–acerca de las realidades y preocupaciones que rodean al gobernante en turno. En este renglón, el presidente debe tener una cualidad ineluctable: ser un conocedor de hombres y aprender a leer en los ojos las intenciones de las personas. Estas aptitudes no se aprenden en las universidades extranjeras, sino en el contacto permanente con la gente.
Sin embargo, son poco numerosos los análisis en torno a un tema esencial: la relación entre el Presidente y el Secretario de Hacienda. El primero tiene una vocación natural por ejercer el mayor presupuesto posible destinado, primordialmente, obras públicas. El segundo es el valladar a esta vocación, es el encargado de repetir el estribillo: “No hay dinero para ese proyecto… para atender esa demanda”.
En México, sobre todo a partir de Cárdenas, se estableció una relación estrecha y respetuosa entre ambos personajes. Don Eduardo Suárez, Secretario de Hacienda, con los presidentes Cárdenas y Ávila Camacho fue fiel a sus convicciones de administrador financiero pero al mismo tiempo comprendió y respaldó con patriotismo decisiones tan difíciles como la expropiación de las empresas petroleras y los numerosos conflictos con Estados Unidos y Gran Bretaña. Análoga relación pervivió entre Ramón Beteta y Alemán y entre Carrillo Flores y Ruiz Cortines. Los cuatro secretarios de Hacienda mencionados, en su momento consumaron devaluaciones del peso frente al dólar, con la anuencia y respaldo político presidencial.
La relación López Mateos y Ortiz Mena, merece una consideración especial. Al aceptar el cargo de Secretario de Hacienda, Don Antonio escribió una carta privada para el presidente en la que expresaba su irrevocable rechazo a ser futuro candidato a la presidencia de la República. Lo hizo con el propósito de asegurar que sus decisiones de política monetaria, fiscal y financiera no fueran interpretadas como medidas para hacer méritos con fines electorales. Aspiraba a la libre capacidad de decisión con la previa anuencia presidencial. Pese a ello, había momentos de tensión entre ambos. En esos años asistí a un desayuno privado en la casa de Paco Martínez de la Vega, con la presencia de López Mateos. En la mesa estábamos no más de diez comensales. Recuerdo que en la amena charla, el Presidente deslizó un comentario en torno a un ensayo publicado por José Alvarado, columnista de la Revista Siempre, referido a Ortiz Mena: “A veces Antonio –dijo el Presidente– pareciera olvidar que su enorme poder dimana de la voluntad presidencial”.
En el sexenio siguiente, Ortiz Mena fue ratificado en su cargo pero reemplazado cuatro meses antes de que el Presidente Díaz Ordaz entregara el gobierno a Echeverría. ¿La causa? Un frontal desencuentro entre el Presidente y el Secretario de Hacienda originado por la oposición del segundo a todo intento de legislar sobre la inversión extranjera. Su actitud fue calificada por el Presidente Díaz Ordaz como soberbia inaceptable para cualquier presidente de la República. De no haber sido por esa confrontación, Ortiz Mena con seguridad habría seguido al frente de la Secretaría de Hacienda durante el gobierno de Echeverría.
A lo largo de once años se interrumpió el dominio de la “burocracia aristocrática” en la Secretaría. Pero la crisis financiera de 1982 la reintegró a los sitiales del poder. A partir de ese momento se produjo un cambio insospechado: todos los presidentes (sin importar el partido donde militan) han sido solidarios creyentes de la nueva ideología proclamada tanto en las aulas universitarias como en el FMI: el neoliberalismo, Ya no habría discrepancias: ambos coincidían en la obediencia ciega a las pautas del FMI. Quedaba atrás la etapa de las confrontaciones entre los Secretarios Hacienda y los presidentes; al mismo tiempo, el propio director del Banco de México y varios exdirectores aportaban ideas a la formulación del Consenso de Washington.
Al descentralizar la paupérrima inversión pública, el Presidente perdió el control del presupuesto, (a menudo solo es informado de las concesiones y contratos a particulares) los gobernadores comenzaron a comportarse como caciques soberanos, se carcomieron los controles sobre la delincuencia y se agigantó el engendro de la corrupción cuyos tentáculos se extendieron a todos los ámbitos de la vida pública. Desde entonces, los presidentes han sido electos para administrar los conflictos, mas no para gobernar a la Nación. (continuará)